Las Ñustas del Waruwaru

 


Cerca del pueblo de Juli, en la región de Puno, participé en un viaje hacia la wak’a de Willka Uta, un portal de piedra erguido a orillas del lago Titicaca, un centro energético donde, se abren caminos hacia dimensiones invisibles. En aquel viaje conocí a una mujer de tierras lejanas, de cabellos rubios y mirada clara. Entre nosotros nació una amistad estrecha y sincera, como si hubiéramos esperado siglos para encontrarnos.

Una tarde visitamos los waruwaru, camellones elevados de tierra con formas circulares rodeados por canales de agua, cerca del poblado de Acora. Desde la antigüedad sembraban papas, quinuas y otros granos del altiplano. Parecían vestigios venerables de un tiempo remoto, años después supe que en los noventa habían sido reconstruidos siguiendo huellas casi borradas por el tiempo, cuando su utilidad ancestral ya se desvanecía.

De madrugada observé, desde una distancia prudente, a mi amiga correr con alegría entre los camellones, con la sonrisa plena de una niña. Más allá, otra mujer, de piel morena y cabellos oscuros, realizaba un ritual chamánico sobre una mesa cubierta con un mantel. Bajo la mesa ardía un pequeño plato de sahumerio, y el humo blanco ascendía hacia los cielos como un rezo. A un costado, en una asta, flameaba una bandera anaranjada que anunciaba el linaje de aquella mujer. Hacia el este, una anciana en cuclillas, al principio confundida en mi visión con un abuelo, se revelaba como una sabia sonriente, en completa calma.

Alrededor del círculo, varias mujeres vestidas como guerreras custodiaban el lugar, montadas sobre máquinas semejantes a pequeñas naves voladoras. Antes del amanecer, todavía entre sueños, sentí en mi cuerpo un placer profundo, tan real que me acompañó hasta el instante de abrir los ojos.


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